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Un cocinero que da risa

Nombre: Claudio Nazoa Laprea

Ciudad y fecha de nacimiento: Caracas, 7 de marzo de 1950

Estado civil: Casado en segundas nupcias

Hijos: 2, Daniel (de su primer matrimonio, 39 años) y Valentina (del segundo, 11 años)

Profesión: Licenciado en Arte, graduado en el Instituto Pedagógico de Caracas

Oficios: Humorista, cocinero y articulista

 

Tamara Slusnys

 

Lejos del ruido de la ciudad y con mucho verde alrededor hay un lugar especial que tiene el sello indiscutible de su dueño. Un lugar que PRODUCTO juró no revelar y que está repleto de muñecas de todos los tamaños, esculturas, antigüedades, luces, fotos, afiches, libros. Cada una de las piezas tiene una historia particular. Claudio Nazoa muestra con confianza rincón por rincón y echa cada cuento con vehemencia. Como buen anfitrión, se asegura de atender con generosidad a sus invitados y no escatima nada para ser el mejor. En ese ambiente ocurre esta entrevista, en la que quedaron al desnudo detalles poco conocidos de este hombre tan singular.

¿Cómo le ha afectado, para bien o para mal, ser hijo de Aquiles Nazoa?

—Eso fue algo que de alguna forma sufrí hasta que me lo sacudí. Yo le tengo admiración, como cualquier venezolano, pero aparte de eso era mi papá. Y no hay que superar al padre. En mi casa, de niño, había absoluta libertad para que cada quien hiciera lo que quisiera. De hecho, el único que llegó a este extraño mundo de la comicidad y la locura fui yo. Mis hermanos estudiaron ciencias, cine, ingeniería. Y por supuesto a mí fue a quien más le costó dar la cara con la gente, porque me preguntaban: “¿tú no escribes poemas como tú papá?” Y tenía que aclarar: “No, yo hago otra cosa”. Lástima que se murió porque yo siempre le decía: “Algún día a ti te van a preguntar, ¿tú eres el papá de Claudio Nazoa?” Ya superé esa etapa difícil de sufrir lo que la gente cree que debe ser el hijo de alguien tan famoso. Me abrí mi propio camino; no sé si bueno o malo, pero es mío.

¿Cómo fue su infancia?

—Mi papá no nos dejó dinero como legado sino una cosa horrible que se llama herencia cultural, que yo aún estoy buscando para qué sirve; pero imagínate, es absolutamente positivo. En mi vida influyó todo lo que él hizo. Cuando yo tenía 5 años mi papá fue perseguido por sus ideas políticas y expulsado a Bolivia. Era la época de la dictadura de Pérez Jiménez. Primero se fue él y a los seis meses el resto de la familia. Aprendí a leer y a escribir en Bolivia. Allá estuvimos tres años. Mi infancia fue pobre mas nunca fue triste. Mis padres nos enseñaron que la felicidad no depende del dinero y ni siquiera del sitio donde uno viva o de la comida que haya en la cocina. La felicidad yo la aprendí en mi casa. No sé cómo hacía mi mamá, pero nunca pasamos hambre, ni nos quejamos porque no tuviéramos un juguete. Yo era millonario, lo que no tenía era dinero. Cuando cayó la dictadura volvimos a Venezuela y nos mudamos a San Martín, a una casa grande. Allí convivimos con Jacobo Borges, Alirio Palacios, Régulo Pérez, cuando eran unos desconocidos. Esos genios vivían en el garaje y mi papá los tenía pintando y haciendo arte. Él tenía un olfato para los triunfadores y los adoptó y les dio albergue. Era una especie de mecenas pobre.

Mi papá nos disfrazaba de cosas raras. Recuerdo el disfraz de pantalón, uno gigantesco cuya cara se asomaba por la bragueta. Siempre ganábamos premios en la escuela; yo veía a los demás muchachitos vestidos de Superman o Batman y decía: “pero ¿por qué mi papá no nos disfrazará igual?” Otra vez  me vistió de enano, con un sombrerote, entonces Jacobo Borges me pintó una cara en la barriga. Era muy divertido, un mundo lleno de cosas maravillosas. Otro personaje que me marcó en esa época fue el pintor y poeta boliviano Luis Lucky, físicamente igualito a San Nicolás. Era un tipo absolutamente alocado y también vivió en mi casa. Siempre estaba muy cerca de mi padre. Entre todos los que allí convivían a mi me encantaba la personalidad de Lucho, como le decíamos. Él me enseño a hacer muñecos, títeres, marionetas. Los hilos me parecían fascinantes. Hoy pienso que, con todo lo que he lo grado, no he podido darle a mi hija de once años toda la riqueza que yo tuve cuando era niño.

Todos esos personajes eran comunistas, evidentemente ahí había un vínculo más allá del arte…

—Había una conexión política. Mi papá no era comunista sino anarquista de izquierda, él estaba en contra de todo el mundo y mi casa se convirtió en una especie de ateneo-bunker, por los artistas que cobijó y porque era una especie de sitio subversivo donde hasta había un multígrafo con el que se hacían panfletos contra el gobierno (era la época de Rómulo Betancourt). Era ilegal tenerlo.

Usted también sintió inclinación por esa corriente. ¿Qué recuerda de su pasado comunista?

—Te puedo contar una anécdota divertida. En el liceo fui de izquierda hasta que me metí en el Partido Comunista de Venezuela. Recuerdo que un día fui a una reunión de jóvenes comunistas y yo andaba con mi disco de The Beatles, de moda en esa época. Uno de los asistentes me vio y comentó delante de todos: “el camarada Nazoa tiene unas desviaciones pequeño burguesas y tiene que escoger entre los Beatles o el partido comunista”. Yo dije: “Mira, los Beatles”. Y de ahí en adelante me fui a la derecha. Sin embargo, de adulto, me identifiqué con el MAS (Movimiento Al Socialismo).

A pesar de su tendencia política usted fue empleado público en la llamada Cuarta República. ¿Cómo fue esa experiencia?

—Efectivamente, trabajé en el Consejo Venezolano del Niño (CVN) como profesor de artes plásticas, con niños del sector 23 de enero. Allí estuve 8 años; después fui uno de los fundadores del Ministerio de la Juventud, donde permanecí  17 años, en el área de cultura. Mientras tanto estudiaba en la Escuela Nacional de Teatro y tenía mi grupo de títeres, que se llamó “Herodes, títeres para niños”, influenciado por los Muppets, de moda en ese momento. En esa época Venezuela era un país en el que ser de izquierda no te impedía trabajar con adecos y copeyanos. Nunca me obligaron a ponerme una camisa blanca o verde ni me preguntaron de qué partido era. Con los títeres viaje a muchos sitios representando a Venezuela, como parte del Inciba (Instituto Nacional de Cultura y Bellas Artes). Hasta en la Casa Blanca estuve.

¿Cómo comenzó a combinar las artes plásticas con la cocina?

—Entre los 10 y los 11 años descubrí que quería ser titiritero. Uno de los artistas que vivía en mi casa me enseñó a fabricar los muñecos. Lo que más me gustaba era construirlos y era difícil porque no había anime ni goma espuma. Se hacían de paper maché, y no había pega blanca. Tenía que preparar una con agua, harina de trigo y periódico. Eso se amasaba. Tal vez ese es el origen de que hoy me guste tanto la panadería. Amasar periódico remojado es parecido a amasar la harina para hacer un pan.  Y la cocina siempre fue una pasión familiar. Mi mamá, hoy de 92 años, sigue siendo una excelente cocinera y nos acostumbramos a comer muy bien en casa. De paso, ninguna de las mujeres que han estado en mi vida cocina, entonces he tenido que hacerlo yo. Me acostumbré al fogón y a su complicación, me gustan los platos enredados, que haya que rellenar. En los años 70 empecé a hacer panes, específicamente pan de jamón, me quedaba divino y se puso de moda.

¿Qué tiene ese pan de jamón?

—Tiene buenos ingredientes. Lo primero es no usar margarina sino mantequilla de verdad, y hay que diferenciar entre una y otra. Son sabores distintos. Lo otro es que yo le pongo tocineta y un “melao” de papelón por encima. Son detallitos que lo hacen muy rico. Pero también está la seriedad y el cariño con los que lo hago. Y bueno, también tengo buena mano para la masa.

¿Cuándo se dio cuenta de sus dotes de comediante?

—Yo trabajaba en el restaurante El Parque, en Parque Central, cuando mi pan de jamón se hizo famoso. Allí cocinaba una vez a la semana e invitaba a algún artista de TV para que me acompañara, conversábamos y yo daba la receta del pan, que cada vez tenía más demanda. El showse llamó “El Espectaculinario”, una presentación de comida y títeres, una combinación perfecta. Luego trabajé en Le Group y tenía un shownocturno llamado “Los Pornotíteres”. Allí me di cuenta de que cuando yo hablaba la gente se reía. Y noté que gustaba más sin los títeres. Entonces decidí  probar otra cosa: solo hablar con el público. Era un camino que estaba encontrando y que nunca había explorado. Conocí a Carlos Donoso, con sus muñecos Lalo y Kini, él trabajaba en un bar horroroso de la Avenida Baralt, El Lobito, y me invitó a presentarme allí. Hice reír a borrachos y prostitutas. Luego vino La Guacharaca, un bar-restaurante más sofisticado donde comencé a ganar más que como empleado público. Me percaté de que podía vivir del trabajo de comediante. De allí surgieron también Laureano Márquez y Emilio Lovera. La Guacharaca fue como un gran motor que nos despegó a todos. Lo recuerdo con nostalgia. Hoy combino cocina con música y con chistes. Hago esto porque me gusta. Es muy fácil conseguir la felicidad si tú pones en un solo paquete todo lo que sabes hacer y lo vendes. Es gratificante el resultado porque estás haciendo todo lo que te gusta y te pagan por eso.

La comicidad en Venezuela atraviesa un momento crítico. La TV nacional, por ejemplo, adolece de humor político. ¿Cómo ve el panorama?

—El humor es inherente al ser humano, pero no me gusta el que se está haciendo ahora. ¿Cuál  es la llave universal del humor? La gente tiene que relacionarlo con algo que le pertenezca. Por eso a los gobiernos dictatoriales, o como el que tenemos nosotros, les molesta el humor. Y el humor, mientras más lo reprimes, más sale. En las funerarias aparecen los mejores chistes porque está prohibido reirse. Igual pasa en el país. El humor tiene que ser confrontación, donde sea. Si yo viviese en El Vaticano, mi objetivo sería el Papa. En Venezuela, el gobierno ha desatado una especie de cacería de brujas contra los humoristas. Tengo una obra con Tania Sarabia y Leonardo Padrón y un día íbamos a dormir en un hotel del gobierno y nos dijeron que no podíamos hacerlo. Estamos vetados hasta para dormir. A veces no podemos viajar en aviones de Conviasa porque estamos en una lista. Eso no es libertad de expresión. Hay un humor triste, que es complaciente. En los canales del Estado ves a un humorista y te da rabia, y ves las noticias y te dan risa. Es una cosa rara.

No se puede ser humorista complaciente de los gobiernos. El humor tiene que ser en contra la autoridad establecida. En un liceo puedes hacer chiste del profesor de matemática, de la directora, no de la señora que limpia, que es indefensa y no tiene el poder. El humor tiene que ser respetuoso, cariñoso, pero tiene que generar crítica. Venezuela atraviesa un momento increíble. Hay necesidad de humor y hay mucho talento. Eso le molesta a este gobierno. Los venezolanos también estamos viviendo una etapa muy difícil porque nunca pensamos en la maldad, nunca imaginamos que nos tocaría, sin embargo jamás dejaré de ser optimista.

¿Viaja mucho fuera del país con su show, cómo lo reciben los venezolanos?

—Es una paradoja lo que ocurre con los comediantes que viajamos tanto ahora. Los venezolanos que están lejos sienten la necesidad de seguir conectados con su país. Y uno termina no haciendo chistes sino hablando de la realidad. He notado una enorme tristeza, una pesadumbre no solo en quienes no han tenido éxito, sino también en los que les va bien. Ellos asisten a nuestro showy lloran, porque no se acostumbran. No es lo mismo irte porque quieres hacerlo a que te vayas por necesidad, por miedo a que te secuestren o te maten. Yo recomiendo que la gente medite muy bien antes de irse. No hay mejor sitio para “pelar bolas” que Venezuela. Nadie te va a querer “pelando bolas” en otro país. Aquí sí. Piensen que la maldad va a pasar también. Hay que ser optimista y creer en que las cosas buenas pueden ocurrir.

También escribe. ¿Cuándo se dio cuenta de que tenía esa habilidad?

—Por estímulo de mi amiga María Di Masse
–yo cocinaba en su casa– hice dos libros infantiles bellísimos. Ella tenía una editorial y me pidió escribir  un libro de cuentos de Navidad con recetas. Nunca había escrito porque traté de diferenciarme de mi padre, pero me gustó. Hoy escribo un artículo semanal en El Nacional y puedo decir que me considero como un aficionado a la escritura.   No soy escritor, pero trato de hacerlo lo mejor posible. Escribo como hablo.

¿Cuál es su momento más feliz?

—Todos los días a las 6 am abro los ojos y digo: ¡La cosa sigue! y eso me pone feliz.

No todo es risa. ¿Cuál es su recuerdo más triste?

—Son varios y están relacionados con la muerte de gente que he querido: mi papá, mi hermano menor y Eva Millán, mi novia.

¿A qué le tiene miedo?

—A la destrucción de un país como este. Pienso que es insólito todo lo que está pasando.

¿Tiene manías?

—No

¿Usa amuletos?

—Sí. Creo en esas cosas. Fui a Israel y, en el Muro de Los Lamentos, un rabino me dio una cinta roja para la protección. La use hasta que se desgastó y se rompió, pero la tengo guardada en la cartera. Creo en la pava y en que hay que prevenirla. Hay gente pavosa. Y yo presiento mucho a la gente.

¿Cree en la amistad?

—Sí.  Me la juego por mis amigos. Tengo muchos y me encanta tenerlos. Sé que hay muchas personas que pueden ser mis mejores amigos y que todavía no conozco. Aparecerán. Quiero a mis amigos y se los demuestro, los invito a mi casa, les hago comida, los festejo, los saco a pasear, los quiero. Y les pongo sus nombres a mis perros.

Tiene fama de mujeriego

—Me gustaría, lo intento, pero tengo mala suerte. Con esta cara y este cuerpito… no es que no me guste sino que no me hacen caso. Trato de ser natural, pero si no se da, no se da. No persigo a nadie. He tenido muchas novias y las he engañado a todas. Todo el tiempo soy infiel. Me he casado, lamentablemente dos veces. No me gusta casarme ni estar casado.

¿Siempre está de buen humor? ¿En qué momento lo pierde?

—Soy perfeccionista para lo que me gusta, el show, la cocina. Si las cosas están programadas y el ritmo se desacelera me pongo tenso y puedo perder ese buen humor. Me exaspera el gobierno y cuando me mandan a la puerta 5 del aeropuerto, que es un sótano; cuando me maltratan, cuando el avión me deja varado 10 horas, cuando las cosas que deberían funcionar no funcionan y cuando cosas que son fáciles se vuelven difíciles. Pero es una rabia pasajera, no para toda la vida. No creo en el perdón al estilo Carlos Fraga o Elba Escobar. Me encanta la venganza (pone cara pícara). Me encanta decir “bien hecho”. Lo que no me gusta es decir “Yo te lo dije”. Hay gente que ha hecho mucho daño.

¿Qué música escucha?

—Me encanta la de los años 40, Ben Miller, las grandes orquestas. Me fascina el jazz suave, los boleros románticos. Y de artistas, prefiero a Luis Miguel, Chayanne, Ricky Martin. No me gusta el escándalo. Odio a los muchachitos bobos que andan y que cantando con una vocecita que más bien parece que estuvieran llorando por ahí. Me provoca matar a Romeo Santos, el bachatero. Es horrible, lo odio y le deseo que pierda la voz rápidamente –dice de manera jocosa y en broma, claro está–.

¿Qué lee?

—Me gusta más la realidad que la literatura de ficción, aunque he leído a Julio Verne. Pero hay un libro que me encanta recomendarle a todo el mundo, “El diario de Anna Frank”. Es muy  dramático pero a la vez es increíblemente positivo. Ella fue víctima de las circunstancias terribles que vivió la humanidad durante la Segunda Guerra Mundial, pero el legado que dejó para el mundo  es tan grande que cualquier persona que no esté bien, en cualquier circunstancia, lee ese libro y deja de estar mal porque irremediablemente pensará que no puede haber algo peor que lo que Anna pasó. Y no es que tengas que comparar tus problemas con los de otros, sino que hay que entender  que en el peor momento de tu vida puedes ser optimista, te puedes enamorar y puedes hasta ser feliz. Creo que Anna Frank, en medio de todo esto, fue una niña feliz, soñadora. Ella no murió. Acabaron con 6 millones de judíos y no se saben sus nombres . El de ella sí, y eso tiene un gran valor.

¿Qué es lo que más le gusta cocinar?

—Me gusta toda la cocina que tenga cierta complicación, pero me encanta la panadería. Hago unos golfeados riquísimos, pan de jamón, distintos tipos de pan y no te imaginas la felicidad que eso me da. Hago cursos con mis amigos: “Curso de pan para los panas”, pero nadie lo pasa. Es para que lo repitan –guiña el ojo-.

 

 Modelo Scutaro  

No es un seguidor de la moda ni pretende imponer estilos o tendencias, pero sabe del valor de las marcas y no duda en lucir vestimenta de firmas reconocidas. La braga y la gorra que lo visten no son cualquier uniforme de mecánico, no; tienen el sello de Giovanni Scutaro, nada más y nada menos. Por eso, quienes ven a Claudio, no dudan en alabar la calidad y textura de la tela y sus cortes, y destacan el hermoso diseño de las prendas. Y Claudio se ríe. ¡Porque todo es falso! Para variar, este es otro de sus embustes. “Giovanni me ha visto y se molesta; incluso, una vez me regaló una chaqueta diseñada por él y nunca la uso”, dice y suelta una carcajada.

 

¡Vade retro, Satanás! 

Con apenas dos años,  Claudio Nazoa fue operado de emergencia por un problema con el píloro. “Me iba a morir”, relata con cara de circunstancia. “Me salvó el doctor Alfredo Coronil. Estoy vivo de broma”. Horas antes de la intervención, un cura y una monja le preguntaron a sus padres, Aquiles y Carmen, si el niño estaba bautizado. Ellos dijeron que no, y no se opusieron, a pesar de no ser creyentes, a que los religiosos derramaran agua bendita sobre el pequeño, que finalmente se salvó. Pero pasó mucho tiempo, más de 40 años para que Claudio, con plena conciencia, aceptara ser protagonista de este ritual católico como Dios manda. “Yo tenía unos grandes amigos: Pedro y Carmen Cordero. Ellos iban a bautizar a su bebé y yo les iba a hacer la comida. Por esas cosas de la vida les eché este mismo cuento de mi rápido bautizo y me dijeron: “no vale a ti hay que sacarte el diablo y nosotros somos tus padrinos”. Y yo les dije que sí. El día del sacramento de su hija me bautizaron pero en grande. Me hicieron un exorcismo. Eso me dio una gran felicidad. Por el amor que esa gente me tiene y porque lo hice de manera consciente”, relata con emoción.

 

Huevos con sardinas

¿Quién no recuerda las frases ‘¡coman sardinas!’ o ‘¡coman huevos!’, que con una entonación particular pronunciaba Claudio Nazoa en sendos comerciales de TV? Pues, para él, son una cruz que ya se acostumbró a cargar y no vacila en contar por qué. “Primero fue la cuña de las sardinas, a principios de los años 90. Resulta que en esa época, cuando éramos felices y no lo sabíamos y todos éramos millonarios y despreciábamos las maravillas de lo que teníamos y ahora no tenemos y buscamos desesperados –dice sin pausa–, la gente no comía este alimento porque le daba pena, lo percibía como ‘comida de pobre’; entonces, la marca Eveba hizo un estudio que demostró que cuando alguien compraba la sardina decía que era para los gatos pero al final se la comía y era el secreto mejor guardado”, explica el comediante. Entonces se decidió que había que romper ese modelo  y se ideó la cuña ‘¡coman sardinas!’ “Quien la creó, pretendía que la letra dijera: ‘consuman sardinas’. Yo le dije que nadie decía ‘consuman’, que debía ser ‘coman’. Entonces se grabaron las dos versiones y quedó ‘¡coman sardinas!’, dicha con picardía”. “Pasó el tiempo y la gente de huevos Ovomar, experimentó algo similar porque alrededor de este alimento existían –y existen– muchos mitos, como que contienen mucho colesterol y por eso hacen daño. La gente, en efecto, dejó de consumir huevos. Y ellos, conociendo el cuento de las sardinas, quisieron repetir la fórmula que había sido exitosa.  Y esa fue mi cruz, y hoy cargo una cruz de huevos en el lomo porque eso se hizo en uno de los mundiales de fútbol y salí yo con esa picardía de ‘¡coman hueeeevoooos!’, que le daba una connotación particular dados los usos de esa palabra, y se agarró eso como un eslogan y yo he gozado y sufrido a la vez. No pasan tres segundos en mi vida, incluyendo esta entrevista, en los que alguien me pregunte por este tema. Ya lo asumí como la gente a quien le falta un brazo, un ojo. Mi problema son los huevos. Tengo que cargar con ellos pa’arriba y pa’abajo, pero al final pienso que son cosas que hacen reir. La gente es feliz diciéndome ‘¡Coman huevos!’ .Ya yo sé la cara que ponen. El que me lo dice cree que es la primera vez que lo oigo. Y ahora yo les digo…’¡No se calen ese hueeevooooo!’”.


PUBLICADO: 14 de enero de 2015